Valle-Inclán como "el Marqués de Bradomín. Revista chilena "Sucesos", 1910
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-Quiero verte matar un tiburón.
El negro sonríe con esa sonrisa blanca de los salvajes, y pronuncia lentamente, sin apartar los ojos de las olas que argenta la luna:
-No puede ser, mi amita. Se ha juntado una punta, ¿sabe?
-¿Y tienes miedo?
-¡Qué va!... Aunque fácilmente, como la sazón está peligrosa... Vea su merced no más...
La Niña Chole no le dejó concluir:
-¿Cuánto te han dado esos señores?
-Veinte tostones. Dos centenos, ¿sabe?
Oyó la respuesta el contramaestre, que pasaba ordenando una maniobra, y con esa concisión dura y franca de los marinos curtidos, sin apartar el pito de los labios ni volver la cabeza, apuntóle:
-¡Cuatro monedas y no seas guaje!
El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas las estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de la luna. En la zona de sombra que sobre el azul cíe las olas proyectaba el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volvióse una o dos veces a mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que lanzaban en el silencio de la noche. Picó un cigarro con las uñas, y se acercó:
-¡Cuatro centenes!, ¿le apetece a mi amita?
La Niña Chole, con ese desdén patricio que las criollas opulentas sienten por los negros, volvió a él su hermosa cabeza de reina india, y en tono tal, que las palabras parecían dormirse cargadas de tedio en el borde de los labios, murmuró:
-¿Acabarás?... ¡Sean los cuatro centenes!...
Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual. Seguidamente despojóse de la blusa, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomóle entre los dientes y se encaramó sobre la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo sondando con los ojos el abismo. Luego, cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza y desaparecer buceando. Tripulación y pasajeros, cuantos se hallaban sobre cubierta, agolpáronse a la borda. Sumiéronse los tiburones en busca del negro, y todas las miradas quedaron fijas en un remolino que no tuvo tiempo a borrarse, porque casi incontinenti una mancha de espumas rojas coloreó el mar, y en medio de los hurras de la marinería y el vigoroso aplaudir de las manos coloradotas y plebeyas de los mercaderes, salió a flote la testa chata y lanuda del marinero que nadaba ayudándose de un solo brazo, mientras con el otro sostenía entre aguas un tiburón apresado por la garganta, donde traía hundido el cuchillo... Tratóse en tropel de izar al negro. Arrojáronse cuerdas, ya para el caso prevenidas, y cuando levantaba medio cuerpo fuera del agua, rasgó el aire un alarido horrible, y le vimos abrir los brazos y desaparecer sorbido por los tiburones. Yo permanecía aún sobrecogido cuando sonó a mi espalda una voz que decía:
-¿Quiere hacerme sitio, señor?
Al mismo tiempo alguien tocó suavemente mi hombro. Volví la cabeza y halléme con la Niña Chole. Vagaba, cual siempre, por su labio inquietante sonrisa, y abría y cerraba velozmente una de sus manos, en cuya palma vi lucir varias monedas de oro. Rogóme con fanático misterio que la dejase sitio, y doblándose sobre la borda las arrojó lo más lejos que pudo. En seguida volvióse a mí con gentil escorzo de todo el busto:
-¡Bien se lo ha ganado!
Yo debía estar más pálido que la muerte, pero como ella fijaba en mí sus hermosos ojos y sonreía, vencióme el encanto de los sentidos, y mis labios aún trémulos, pagaron aquella sonrisa de reina antigua con la sonrisa del esclavo que aprueba cuanto hace su señor. La crueldad de la criolla me horrorizaba y me atraía. Nunca como entonces me pareciera tentadora y bella. Del mar oscuro y misterioso subían murmullos y aromas. La blanca luna les prestaba no sé qué rara voluptuosidad. La trágica muerte de aquel coloso negro, el mudo espanto que se pintaba aún en todos los rostros, un violín que lloraba en la cámara, todo en aquella noche, bajo aquella luna, era para mí objeto de voluptuosidad depravada y sutil...
Valle-Inclán, Sonata de estío.
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