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Idea primera y casi obligada de los españoles recién desembarcados en el café de madame Berger, con la cabeza llena de ilusiones y proyectos y el polvo de la Península pegado aún a la suela de sus zapatos, era la creación de una Agrupación Nacional de Intelectuales en el Exilio, objetivo ambicioso y lejano cuya primera etapa debía consistir en la publicación y difusión de una revista de confrontación y diálogo, abierta a las corrientes políticas, intelectuales y artísticas del mundo moderno. Desde su llegada a París, Álvaro había asistido a una docena y pico de sesiones previas, discutido durante veladas interminables el título, formato, consejo de redacción, presupuesto y colaboraciones, roto viejas amistades, intervenido en brutales exclusiones, redactado borradores y presentaciones que se habían acumulado poco a poco en los cajones de su escritorio traspapelados entre los rimeros de cartas familiares, recortes de periódicos e inútiles guiones de jamás realizadas películas. Pintores cuyo único timbre de gloria estribaba en ser primos de Tapies, profesores vetustos a sueldo de pluma académica y nula, músicos que proclamaban su heroica decisión de no escribir una sola nota hasta la caída del Régimen, toda una extraña fauna de crustáceos amparados en sus dogmas como guerreros medievales en articulada y brillante armadura, se reunían en el café de madame Berger para discutir, criticar, desmenuzar, debatir, pronunciar anatemas feroces y redactar cartas de injuria, aquejados de una megalomanía incurable y una violenta indigestión de lecturas que se traducían, de ordinario, en el empleo de fórmulas marxistas desvalorizadas por sus múltiples y contradictorios usos o de frases invariablemente comenzadas por la primera persona del singular.
Todo candidato a director futuro del futuro parlamento de la futura España desplegaba en estas ocasiones una dilatada elocuencia, remachando las palabras como si fueran clavos —«acciones», «luchas», «masas», «desarrollo», «oligarquía», «monopolios», «recrudecimiento», «avance»— y, arrastrado por su propia oratoria —aprendida de otros como el Padrenuestro y repetida con saña por él—, enunciaba dogmas sonoros y rotundos, frases solemnes y teatrales que milagrosa mente crecían como flores japonesas, se enroscaban de pronto lo mismo que boas, trepaban luego igual que bejucos y, a punto de morir ya por consunción, se escurrían aún como flexibles y ágiles enredaderas, como si nunca, pensaba Álvaro, pero que nunca, pudieran tener un final.
—La cosa está que arde, muchachos —anunciaba regularmente el último Mesías llegado de Madrid—. El ambiente de la calle es magnífico.El sumario del primer número de la muerta y resucitada revista solía incluir un agorero análisis de la catastrófica situación española, algún ensayo amazacotado (con referencias a Engels) en defensa del realismo, una mesa redonda (y plúmbea) acerca del compromiso de los escritores, una antología de poemas broncos, de firmas más o menos conocidas que (por pura negligencia) Álvaro había conservado en su carpeta.
Señas de identidad, de Juan Goytisolo, fue publicada en 1966 en Méjico. La obra del autor fue prohibida en la España de Franco. Con su muerte, comenzó a circular libremente la producción de este escritor. Es decir, a pesar de ser una obra escrita en la época de la experimentación, como se observa en el uso del subjetivismo y el punto de vista del narrador, va a publicarse en un periodo donde hay cierto cansancio del experimentalismo. A partir de 1975, hay nuevas tendencias en las que curiosamente va a encajar la obra de Goytisolo, como no podía ser de otra manera en un país donde ya nadie sobraba.