TEXTO 2
FLORENCIO. Para cantar de amor, lo primero que se necesita es el objeto amado: la mujer. ¿Y dónde están las mujeres españolas? ¿Quiere usted decírmelo?
En ese momento, Pureza, la hija de Trinidad, que bien vale un viaje a la ciudad de la Giralda, cruza de la portería hacia el fondo, por donde se aleja. Se diría que la casualidad quiere ponerle un comentario mudo a las palabras de Florencio.
PADRE DOMINGO. ¡Me deja usté con la boca abierta!
FLORENCIO. Entiéndame usted, que es discreto, si bien un tanto socarrón. Los españoles tenemos la hembra o la esclava: pero la amante, ¿dónde está?
PADRE DOMINGO. Yo, por mí…, de eso sí que estoy rapao a navaja.
FLORENCIO. Nuestra mujer es demasiado lógica en el amor; no arde más que a la llamarada de los celos; es instintiva, fisiológica, vulgar; nuestro diálogo con ella es siempre un monólogo… Carece esencialmente… Voy a decirlo en una frase mía que ha tenido fortuna: carece esencialmente de capacidad íntima para el espasmo espiritual… En este sentido niego que haya mujeres en España.
PADRE DOMINGO. Acaso.
FLORENCIO. Yo, como llevo en el alma una llaga incurable, y he sentido sobre mi sien el frío del cañón de una “browning”, por causa todo de una mujer bella que no sabía amar…
PADRE DOMINGO. ¡Qué locura, señor don Florencio! No hay hermosura que merezca…
PEPICHI. Ésta zí. Ésta justifica cuarquier disparate.
PADRE DOMINGO. (Atando cabos.) Pero ¿tú la conoces?
PEPICHI. La conozco. Este hombre todavía la busca y la zigue.
FLORENCIO. ¡Ay! ¿Cómo no, si a pesar mío ella tiene el timón de mi nave? Es muy hermosa. ¡Cuánto hablan sus cabellos rubios de un mentido fuego!... Pero, en fin, estas son páginas íntimas de mi vida… A veces suben en palabras a los labios como al rostro el rubor: sin poder impedirlo. […] No quiero aburrirlo a usté con mi charla un poco extravagante.
PADRE DOMINGO. No, no me aburre; lo escucho con gran curiosidá…
FLORENCIO. De todos modos. Además, me pongo a verborrear y se me olvida que me aguardan.
PADRE DOMINGO. Eso es otra cosa.
FLORENCIO. Adiós, padre.
PADRE DOMINGO. Adiós, cabayero.
FLORENCIO. Beso la mano que levanta la Hostia. (El padre lo miro perplejo y no sabe qué contestarle.) Hasta luego, Pepichi […].
Pepichi, deslumbrado, acompaña a Florencio a la puerta y lo contempla desde ella cuando se va. Luego, acercándose a su tío, le pregunta:
PEPICHI. ¿Qué te ha parecido el individuo?
PADRE DOMINGO. ¿El individuo? Que, como se suele desí, si lo dejan hablá, no lo ahorcan.
PEPICHI. ¡Tiene mucho talento!
PADRE DOMINGO. A creerlo a él…
PEPICHI. ¡Ah! ¿No tiene talento?
PADRE DOMINGO. ¡Mucho! To er que les quita a los demás.
Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, La calumniada.
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