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(MAGDA está demudada. La sombra temida ha llegado a sus ojos, pero sólo pasajeramente. Ve de nuevo; sus ojos recorren encariñados todos los rincones del cuarto que creyó perdidos para siempre, y concluye posándose con pasión infinita en el retrato de GUILLERMO.)
MAGDA.— Perdona, Ana Rosa, que te haya asustado. No es nada. Pero un segundo he temido... No sé... Me quedé sin ver..., sin ver, Ana Rosa. Volvía a llamarme María Cristina...
ANA ROSA.— (A MAGDA.) Entonces... ¿ha sido sólo un susto, hermanita?
MAGDA.— (Sonríe melancólicamente.) Sí... Eso... Un susto nada más...
ANA ROSA.— Estás muy nerviosa... Voy a traerte un vaso de agua.
Jesús mío: yo sé que lo que te voy a pedir me lo has de dar, ¡me lo has de dar! Para Silbo, que tan fundido está en mí, la vida... Para mí, después de que me dejéis ver lo que espero, lo que dispongáis..., sea lo que sea... Y para nuestro hijo, Jesús mío, el corazón fuerte... y en los ojos la luz, la luz, la luz...