Imagen de Augusto Gonzalez en Wikimedia Commons. Licencia Creative Commons |
[...] Detengámonos en la visión del turista. Un español que ha pasado muchos años en los Estados Unidos lidiando infructuosamente con el inglés decide irse a México porque allá se habla español, que es, como todo el mundo sabe, lo cómodo y lo natural. Enseguida se encontró sus sorpresas. En el desayuno le ofrecen bolillos. ¿Será una especialidad mejicana? Son humildes panecillos que no hay que confundir con las teleras, y aun debe uno saber que en Guadalajara los llaman virotes y en Veracruz cojinillos. Al salir a la calle tiene que decidir si toma un camión (el camión es el ómnibus, la guagua de Puerto Rico y Cuba), o si llama a un ruletero (el ruletero es el taxista que en realidad suele dar más vueltas que una ruleta). A no ser que le ofrezcan amistosamente un aventoncito (un empujoncito), que es una manera cordial de acercarle al punto de destino. Si quiere limpiarse los zapatos llama a un bolero que se los va a bolear en un santiamén. Llama por teléfono y apenas descuelga el auricular oye: "¡Bueno!", lo cual le parece una aprobación algo prematura. Pasea por la ciudad y le llaman la atención letreros diversos: "Se renta" (...) "Venta al mayoreo y al menudeo", "Ricas botanas todos los días" (lo que en España se llaman tapas, en Argentina ingredientes y en Venezuela pasapalos) [...].
El español de Hispanoamérica. Unidad y diversidad, Ángel Rosenblat.