Retroalimentación
Fue la última vez que Violeta y yo nos vimos. Después, los acontecimientos sucedieron muy deprisa. Federico, el joven poeta granadino, "pronuncia una charla sobre teatro en el Español, ¿quieres venir?" Yo le dije que sí tres días antes en la puerta del Café Suizo y ahora allí estaba, esperándola, el 2 de febrero de 1935, en la fachada del Teatro Español —aunque yo lo seguía llamando Del Príncipe— frente a la plaza de Santa Ana. Llevaba unas semanas en la capital por motivos de trabajo. Tenía que recoger información para repartir por las oficinas del suroeste ibérico. Así que aproveché y me reuní con Violeta. A ella le encantaba el teatro, le encantaba aquel autor y le encantaba el anuncio de la representación extraordinaria de Yerma, una de las obras con más éxito del momento. A mí me encantaba estar con ella.
Hablamos de cómo estaba evolucionando la escena en nuestro país.
—Es normal, igual está evolucionando la poesía, la narrativa...
—Sí, pero el teatro... El teatro siempre ha sido más conservador.
—¿Conservador?— replicó ella casi sin dejarme acabar—. Y lo va a decir uno que sé yo que tiene metido en algún cajón más de dos y de tres libretos inéditos.
Acabamos riendo y entrando a la sala.
Lo cierto, seguí pensando, que las grandes innovaciones dramáticas que se gestaron en torno a los años veinte tuvieron un origen anterior y externo. Fueron importaciones como la mayoría de las ideas artísticas que después nacionalizábamos. Ahí estaban las propuestas de Henrik Ibsen, autor noruego, aunque de formación dramática alemana e italiana, o Antón Chejov, con su afán por eliminar de la creación artística todo tipo de vulgaridad, propuestas llevadas a la escena por directores como el ruso Meyerhold, discípulo de Stanislavski.
Luego, años más tarde, me enteré que estas palabras que había pronunciado el poeta y que hoy recuerdo habían sido parte de su propia sentencia de muerte, porque fueron utilizadas en el juicio contra él. ¡Cuánto matan las palabras!