—¿Qué querés? —dijo Talita—. Yo creo que Manú tiene razón.
—Claro que tiene —dijo Oliveira—. Pero lo mismo es idiota. Y vos lo sabés de sobra.
—De sobra no. Lo sé, o mejor lo supe cuando estaba a caballo en el tablón. Ustedes sí lo saben de sobra, yo estoy en el medio como esa parte de la balanza que nunca sé como se llama.
—Sos nuestra ninfa Egeria, nuestro puente mediúmnico. Ahora que lo pienso, cuando vos estás presente Manú y yo caemos en una especie de trance. Hasta Gekrepten se percata, y me lo ha dicho empleando precisamente ese vistoso verbo.
—Puede ser —dijo Talita, anotando las entradas—. Si querés que te diga lo que pienso, Manú no sabe qué hacer con vos. Te quiere como a un hermano, supongo que hasta vos te habrás dado cuenta, y a la vez lamenta que hayas vuelto.
—No tenía por qué ir a buscarme al puerto. Yo no le mandé postales, che.
—Lo averiguó por Gekrepten que había llenado el balcón de malvones. Gekrepten lo supo por el ministerio.
—Un proceso diabólico —dijo Oliveira—. Cuando me enteré de que Gekrepten se había informado por vía diplomática, comprendí que lo único que me quedaba era permitirle que se tirara en mis brazos como una ternera loca. Vos date cuenta qué abnegación, qué penelopismo exacerbado.
—Si no te gusta hablar de esto —dijo Talita mirando el suelo— podemos cerrar la caja e irlo a buscar a Manú.
—Me gusta muchísimo, pero esas complicaciones de tu marido me crean incómodos problemas de conciencia. Y eso, para mí... En una palabra, no entiendo por qué vos misma no resolvés el problema.