¡Gaviota fuiste, Gaviota eres y Gaviota serás!
—Si vienes a que te saquen lo que tienes dañado —repuso María—, bien pueden empezar por el corazón y las entrañas.
—¡Por vía de los gatos!, ¡miren quién habla de corazón y de entrañas! —replicó Momo—; la que dejó morir a su padre en manos extrañas, sin acordarse del santo de su nombre ni de enviarle siquiera un mal socorro.
—¿Y quién tuvo la culpa, malvado ganso? —respondió María—. Nada de eso habría sucedido si no hubieras sido tú un salvaje, que te volviste de Madrid sin haber desempeñado tu encargo, y esparciendo la nueva de mi muerte; de modo que cuando volví al lugar creyendo que mi padre vivía, todos me tomaron por ánima del otro mundo. Solamente en tus entendederas, que son tan romas como tus narices, cabe el haber creído que una representación era una realidad.
—¡Representación! —repuso Momo—. Siempre dices que aquello era fingido. Lo cierto es que si aquel Telo hubiera sabido darte la puñalada en regla, y si no te hubiera curado tu marido, a quien todo el mundo llora, menos tú, estarías ahora roída de gusanos, para descanso de cuantos te conocen. Lo que es a mí, no me la cuelas, pedazo de embustera.
—Pues sábete, Cara y Media —dijo María abriendo la mano, y poniéndola delante de su nariz—, que he de vivir cien años, para que rabies, y hacer que tu nariz roma se ponga tamaña.
Momo miró a María con toda la despreciativa dignidad compatible con su tuerta cara, y dijo en voz profunda y tono concluyente, alzando y bajando alternativamente el dedo índice:
—¡Gaviota fuiste, Gaviota eres, Gaviota serás!