Permanecí un rato más en aquella sala que, días atrás, había sido escenario del último acto de la vida de un hombre. Creo que me quedé atrapada entre la E y la B de la biblioteca del difunto. Allí estaban los grandes poetas de nuestra época. Todo, primeras ediciones.
Juan Valera. Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días. Tomo I, Madrid, Librería de A. Durán, 1864.
El otro eminente poeta y corifeo del Romanticismo ha sido Espronceda. Espronceda, menos fecundo que Zorrilla y que el duque de Rivas, pero más apasionado. Sus versos, cuando son de amores, o cuando la ambición o el orgullo le conmueven, están escritos con sangre del corazón: y nadie negará que este corazón era grande. En él se abrigaban pasiones vehementísimas y sublimes. Espronceda, con pensamientos de ángel, con mezquindades de hombre, hubiera sido más que Byron, si hubiera nacido donde, y como Byron nació. Espronceda no podía escribir para ganar dinero, alumbrado por una vela de sebo, y en una mesa de pino. Como todo hombre de gran ser, que camina por el mundo sin la luz de una esperanza celeste, necesitaba Espronceda vivir, gozar y amar en el mundo: y los deseos no satisfechos pervirtieron y ulceraron su corazón, que era bueno, y el abandono de su juventud y los extravíos consiguientes llenaron su alma de ideas falsas y sacrílegas. Mas a pesar de todo, la bondad nativa, la ternura delicada de su pecho y el culto y la devoción respetuosa con que se inclinaba Espronceda ante lo hermoso y lo justo, y con que adoraba y se confiaba en la amistad y en el amor, brillan en sus acciones como en sus versos.
Imagen de Desconocido en Wikimedia Commons bajo Dominio público |