Fui calle abajo, no quería volver a casa y quería pensar y ordenar un poco mis intuiciones. Era lo único que tenía, intuiciones.
Sin darme cuenta, llegué a la calle del suicida octogenario desaparecido. Miré desde fuera la fachada de la casa. Algo me dijo que debía volver a visitarla.
El portón de entrada estaba abierto. Entré y, apoyada en el pasamanos, subí al primer piso. Esperaba encontrarme con alguien, pero no había nadie. Frente a la puerta de la vivienda del difunto, giré el llamador y oí la campanilla del interior. Nadie me contestó. Insistí. Nadie. El eco metálico de la campanilla se perdía escaleras arriba.
Ya me marchaba cuando la punta de mi botín tropezó con algo. Un cartón algo deteriorado con una anotación manuscrita. Lo tomé. Y al darle la vuelta, una fotografía cayó en mis manos: era la imagen de la felicidad: una mujer sentada sostenía a una niña rubia de pocos años en sus piernas, a la derecha un hombre, en pie, apoyado en el hombro de ella, barbado y con aspecto de haber conseguido ser dichoso tan solo en la madurez de su vida. Un retrato como tantos, pensé, de esos que se hacen los burgueses en el estudio de estos nuevos fotógrafos. Un cuadro de costumbres, como los que estuvieron de moda hace unos años en nuestros periódicos. Un español pintado por él mismo, en palabras del gran Mesonero Romanos. ¡Qué literatura aquella!
