Nací en París, y mi nacimiento fue demasiado cruel para que pueda pasarlo en silencio; yo vine al mundo hecha trozos, los cuales conforme los iba dando a luz el autor de mi existencia, se iban colocando en el piso bajo de un diario, cuyos suscritores devoraban todas las mañanas alguno de mis delicados miembros entre sorbo y sorbo de chocolate. Corría el año de 35, cuando en Barcelona un editor dispuso reunir mis fragmentos en un solo cuerpo a ver si yo cooperaba a poner en mejor orden su desquiciada fortuna. En efecto, mis despedazados jirones fueron cuidadosamente unidos, con más esmero que un anticuario ordena las piezas de un mosaico dislocado. Pomposos carteles anunciaron mi renacimiento al mundo literario, y una benéfica lluvia de plata acuñada llenó los famélicos bolsillos de mi segundo padre. No está con tanta impaciencia y temor la circasiana que en el bazar espera la llegada del que ha de ser su dueño para alegrarse o sentir su suerte, como estaba yo cuando vestida de una modesta pasta holandesa me colocó mi señor en el estante mas próximo a la puerta con otras varias compañeras, cuyas historias eran trasuntos de la mía. No tuve mucho tiempo que aguardar, pues a poco entró un hombre espectro, que con voz sepulcral pronunció mi nombre; abrió al punto mi amo el estante y me puso en manos de aquel desconocido. Era este un joven como de hasta veinte y dos años, pero tan extenuado y descolorido, de aspecto tan sombrío y melancólico, de porte tan desaliñado y austero que mas parecía habitante de la Tebayda que de la bulliciosa y rica capital de Cataluña. Pagó al librero mi señor y salió conmigo para su casa: a cada instante se paraba, leía algunas líneas, quedaba pensativo y volvía a andar hasta repetir a los pocos pasos la misma escena. Llegamos por último a su casa que mostraba ser de familia acomodada, y subiendo escaleras y atravesando corredores, entramos en una habitación apartada, antesala, despacho , estrado y dormitorio de mi nuevo dueño. Los pocos muebles que la adornaba eran antiquísimos a excepción de varios cuadros que retrataban pasajes de Han de Hislandia y de la Torre de Nesle; en uno de ellos había unidos los retratos de los dos personajes que obtienen la simpatía de todo novel amante; Abelardo y Eloisa.
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Leí este fragmento mientras esperaba a un amigo que trabajaba de plumilla en el periódico más importante de la ciudad.
—¿Qué es esto?, le pregunté señalándole el texto que estaba sobre su mesa.
—Hombre, Violeta, al menos, "Buenos días, Fernando. ¿Qué tal va todo?".
—Sí, perdona. He tenido una mala noche. ¿Cómo te va?
—Bien. —Y tomando la hoja en alto— Esto es uno de mis fragmentos favoritos. Es de un artículo de hace más de medio siglo. Se titulaba "Biografía de una novela" y lo escribió D. José Godoy Alcántara en el Semanario pintoresco español, en 1846. Describe el estrecho corredor por el que tuvo que pasar nuestra narrativa romántica. Pero ¿no vendrías a visitar a un antiguo admirador para conocer estos detalles?
—No, no, perdona, Fernando. He recibido esta fotografía ayer, pidiéndome ayuda para encontrar a la chica. Quiero saber si te suena algún caso de desaparición, rapto, huida...
—Así, de pronto, no te podría decir... déjame unos días.
Salí de la imprenta. No dejaba de darle vueltas al fragmento que leí. Parecía parte de la historia que intentaba averiguar. Aunque solo hablaba del folletín.