TEXTO I
El mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Franz Kafka: La metamorfosis. Cap III.
TEXTO II
-¿Qué hay? –preguntó el doctor.
-Un indio con una criatura. Dice que le ha picado un escorpión.
El doctor bajó la taza con cuidado antes de dejar su ira en libertad.
-¿No tengo nada que hacer más que curar mordeduras de insectos a los indios? Soy un doctor, no un veterinario.
-Sí, patrón, dijo el criado.
-¿Tiene dinero? -preguntó el doctor. No, nunca tienen dinero. Yo, sólo yo en el mundo tengo que trabajar a cambio de nada. Y estoy harto ya. ¡Ve a ver si tiene dinero!
-El criado abrió la verja un poquito y miró a los que esperaban. Esta vez habló en el antiguo idioma.
-¿Tenéis dinero para pagar el tratamiento?
Kino hurgó en algún escondite secreto debajo de su manta y sacó un papel muy doblado. Pliegue a pliegue fue desdoblándolo hasta que al fin aparecieron ocho perlas deformes, feas y grisáceas como úlceras, aplastadas y casi sin valor. El criado cogió el papel y volvió a cerrar la puerta, pero esta vez no tardó en reaparecer. Abrió la verja el espacio suficiente para devolver el papel.
-El doctor ha salido –explicó. Lo han llamado desde un caserío. Y cerró avergonzado.
Una ola de vergüenza recorrió a todo el grupo. Se separaron. Los mendigos volvieron a los escalones de la iglesia, los curiosos huyeron, los vecinos se apartaron para no ver la humillación pública de Kino.
Durante largo rato, Kino permaneció frente a la verja con Juana a su lado. Lentamente devolvió a su cabeza el sombrero de peticionario. Y entonces, impulsivo, golpeó la verja con el puño. Bajó la mirada y contempló casi con asombro sus nudillos despellejados y la sangre que corría por entre los dedos.
John Steinbeck. La perla. Cap I.
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