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André Chénier, por Joseph-Benoît Suvée.
Imagen en Wikimedia Commons bajo dominio público
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En la poesía del siglo XVIII se impone el Neoclasicismo, llamado así porque se basa en la imitación de los clásicos grecolatinos. La observación de las reglas y la intención didáctica son las características de esta poesía sometida a un criterio general de "buen gusto", que, a menudo, produce una lírica correcta en sus formas, pero de cortos vuelos.
Es en la ironía y el humor donde se consiguen mejores resultados, como en el caso del inglés Alexander Pope (1688-1744), que compuso la epopeya burlesca El robo del rizo. Pope fue también un destacado ensayista y traductor de la Ilíada y la Odisea.
Los temas pastoriles y mitológicos son cultivados por autores como el italiano Pietro Metastasio (1698-1782), autor de libretos de ópera. Habrá que esperar a finales del siglo para que surjan autores de verdadera inspiración, como el francés André Chénier (1762-1794), que compone una delicada poesía de tono melancólico.
A finales de siglo es precisamente cuando se agota la estética neoclásica, y de ese agotamiento brota una lírica de tono emotivo y apasionado que anuncia ya el Romanticismo. Destacan autores como el inglés Edward Young (1684-1765), cuyas Noches, de tono lúgubre y melancólico, fueron leídas en toda Europa; o el escocés James Macpherson (1736-1796), que también estuvo en el origen de una auténtica moda literaria con sus Poesías de Ossián, falsificación que Macpherson atribuyó a un supuesto bardo celta.
En Centroeuropa aparece el paisaje como tema poético, anticipando también así una de las principales características de la poesía posterior. El suizo Albrecht von Haller (1708-1777) describe la grandiosidad de los Alpes, y el alemán Friedrich Klopstock (1724-1803) proyecta en la naturaleza sus sentimientos. La obra más famosa de Klopstock es su poema épico El Mesías, inspirado en los Evangelios.