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6.2. La literatura en el siglo XVIII. Orígenes del periodismo y del ensayo en los siglos XVIII y XIX

 Imagen de organic en Flickr con licencia CC
 
Eran los primeros años de la década de los 50 y a mí hacía tiempo que me despuntaba la barba. Llevaba más de diez años en aquel orfanato y aún no lo consideraba mi casa. Lo veía como el purgatorio que el padre Vallejo utilizaba como amenaza contra los excesos de la adolescencia. Y en esas vicisitudes de la edad andaba yo. Ya era uno de los mayores, de los que tenían responsabilidades con los pequeños, cuidar de la mesa en el comedor, vigilar el sueño de los dormitorios, controlar que los horarios se cumplieran. Y además estudiaba. Estudiaba mucho, como para demostrarme que podía vencerlos, que algún día yo escribiría la historia y ellos la copiarían. Estudiaba como una venganza, como la única venganza incruenta que podía llevar a cabo en aquel orfanato-cárcel, donde tuve que entregar la maleta con los libros de mi madre, prometiéndome que me la devolverían cuando me marchara.
Era, también, un domingo de mañana, después de la misa y antes del partido contra los profes y los curas, cuando me llamó a su despacho el director, don Luis Suárez Regodón, un hombre bajito y rechoncho, siempre vestido de falangista, del que circulaba la leyenda que había participado en el frente junto al mismísimo Caudillo. Subí las escaleras hasta el punto central del panóptico, desde donde eran controlados todos nuestros movimientos.
—Pasa, pasa. Cierra la puerta.
—A sus órdenes, señor director -contesté levantando el brazo en alto.
—Pasa. Siéntate.
—Con su permiso...
—¡Cómo pasa el tiempo, Fernando! —dijo en un tono que nunca antes le había escuchado—. Todavía recuerdo cuando llegaste con tu maletita desde Portugal. "Es el hijo de Violeta García de Sousa", me dijeron, "cuídalo y llévalo por el buen camino". Ya ves, parecía la mismísima Anunciación. Así que te recibí sin que tú supieras quién era yo. ¿Cuántos años tienes ya?
—Dieciséis, señor director, para diecisiete, si Dios quiere.
—Querrá, Fernando, querrá. Bueno, como te iba diciendo, yo conocí a tu madre. Mi padre se traía unas peloteras con ella tremendas, claro que tú tenías que haber conocido al Jefe de la casa cuartel en sus mejores momentos. ¡Qué tiempos! Después coincidí con ella en la facultad. Por cierto, ¿has pensado qué vas a hacer cuando acabes el bachillerato?
—Aún no, señor director, pero me gustan mucho los libros y querría estudiar algo relacionado con ellos.
—Igual que tu madre —dijo como recordándola—, bueno y que tu bisabuelo, tu abuelo y... —calló por un momento—. Luego se me puso al lado, su mano en mi hombro. Entonces pensé que si la leyenda del frente era cierta, aquella mano habría servido para empuñar un arma, firmar una sentencia o estrechársela al Caudillo.
—¿Sabes que aún se conserva la casa de tu familia y que te está esperando? Mira. Voy a ir al grano que creo que te solicitan ya en el campo para el partido. Me he permitido inscribirte en el examen de Estado de la universidad en la carrera que seguro que tu madre hubiera deseado para ti: Ciencias Jurídicas. También he hablado con un tío tuyo, lejano, que seguramente no conocerás y se ha comprometido a tutelarte hasta tu mayoría de edad. Así podrás vivir en tu casa y estudiar. Por el dinero no te preocupes. También he conseguido un pequeño subsidio de orfandad con el que podrás ir tirando. Así que está todo decidido, en cuanto acabes el curso, con los diecisiete cumplidos, apruebas ese examencillo de nada y te puedes instalar en la casa de tu madre. ¿Qué te parece?
—Yo...
—Ya sé. No me des las gracias. Por tu madre, lo he hecho por ella.

¿Por qué sería que no me creí nunca sus últimas palabras?

 
Imagen Jean-Jacques Roussea deu en Wikimedia Commons con licencia CC 

Luego, por la tarde de aquel domingo, me enclaustré en la biblioteca del centro, mi refugio, a meditar sobre la conversación con el director. Estaba solo, así que me puse a pasar revista a aquellos tomos tan poco usados por los colegiales. Así topé con uno del que nos había hablado el de Filosofía, El Emilio, de Rousseau, uno de esos enciclopedistas del siglo XVIII que con una lógica aplastante iluminaron la historia de la humanidad. Nunca lo habría ido a buscar expresamente. Pero me llamó la atención su lomo pardo, terso. Pocas manos parecían haberlo manoseado. Pero lo mejor aguardaba en su interior. Era un libro magnífico, cada palabra, cada frase era sabiduría. Había un marcapáginas entre sus hojas. Lo abrí por él. Uno de sus fragmentos estaba subrayado. Lo leí. Me trajo a la memoria la conversación mantenida con el hijo del Jefe de la Casa cuartel.

"¿Qué hará, pues, con este sobrante de facultades y fuerzas que ahora tiene de más y que le hará falta en otra edad? Procurará emplearlo en tareas que, pueda aprovechar cuando fuere necesario; sembrará, por decirlo así, en lo venidero lo superfluo de su estado actual; hará el niño robusto provisiones para apropiarse verdaderamente este sobrante, lo pondrá en sus brazos, en su cabeza, dentro de sí propio.

Ya es llegado el tiempo de trabajar, de instruirse, de estudiar; y nótese que no soy yo quien arbitrariamente hago esta elección, que es la naturaleza quien la indica."

A partir de la lectura de El Emilio me empezó a interesar este periodo de la historia ¿Qué había sucedido en la sociedad para que las ideas de los hombres tomaran este giro?

Para saber más

Esta nueva corriente filosófica y cultural va a repercutir directamente en nuestra producción literaria.